
Trabajo no remunerado y mujeres en tiempos de crisis
Por: Paula Novack, Gabriela Ulloa, Vania Reyes Muñoz, Valentina Zúñiga, Pía Soto y Cristina Bonilla
En el contexto de crisis social y política que estamos viviendo en el país hace ya cinco meses, sumado a la crisis mundial desencadenada por Coronavirus Covid – 19, decretado pandemia por la OMS hace algunos días, creemos fundamental reflexionar en torno a las tareas de cuidado, su distribución por género, junto a las desigualdades económicas, de poder y territoriales que perpetúan un modelo de cuidados precarizado, feminizado e individualista. En el cual son mayoritariamente, las mujeres pobres de nuestro país y del resto de los países del sur quienes han hecho frente de manera sostenida en los últimos 30 años a la crisis global de los cuidados.
Las prácticas de cuidado y el trabajo de cuidado no remunerado
Algunos organismos internacionales como OIT (2009;2019) y la OCDE (2017) han abordado el trabajo doméstico no remunerado, señalando la importancia de ser considerado en las políticas económicas nacionales, con los reconocimientos legales que correspondan. En el caso de nuestro país, lo podemos ver en los hogares donde el trabajo de cuidar a niños y niñas, adultos (as) mayores y otros seres cercanos, la ocupación de la alimentación, de la salud y educación, es parte del “rol” que deben asumir las mujeres, algunas incluso como jefas de hogares monoparentales. Y es que al no estar reconocido como trabajo las labores del hogar, intercede en que las mujeres puedan compatibilizar dicho trabajo no remunerado con el remunerado, siendo este último incluso en condiciones precarias.
El pasado año se publicó por primera vez un estudio de valorización económica del trabajo doméstico y de cuidado no remunerado en Chile: “Cuánto aportamos al PIB” de ComunidadMujer (2019), estudio que busca valorizar económicamente la contribución de estas tareas a los indicadores macroeconómicos nacionales. Antes de su lanzamiento, sólo contábamos con estadísticas internacionales que nos permitían visualizar un panorama común: las mujeres son el sector más explotado de la fuerza de trabajo y las más afectadas por la precarización. Además, son quienes destinan más horas al día al trabajo no remunerado de cuidados y al trabajo doméstico (Oxfam, 2020).
Si bien hace años que estamos conscientes de esta situación y que muchas mujeres se han encargado de visibilizar, problematizando las carencias y levantando nuevas economías y geografías que develan y valoran el rol de las cuidadoras en la mantención de la vida y no sólo en su reproducción, aún percibimos las construcciones genéricas y valóricas que permitieron la división sexual del trabajo, y que hacen parte de un imaginario donde la maternidad y el marianismo (Lagarde 2005; Stevens y Martí 1974) perpetúan la creación histórica de cualidades y características que nos definen como mujeres en un “ser de y para otros”.
La reproducción de este imaginario a nivel mundial y, de manera particular en América Latina, configura una identidad femenina altamente estereotipada a partir del rol de madre y cuidadora de otros y otras (Reyes et al. 2016). Este imaginario es parte de nosotras las mujeres y afecta también nuestra brecha salarial y nuestro uso y valorización del tiempo. La mujer destina horas de su día para cocinar, movilizar niños (as), cuidar de ancianos (as), limpiar, ordenar y contener emocionalmente a las y los integrantes de su hogar y los de otros. Este trabajo doméstico, o del cuidado no remunerado, de acuerdo con la organización Oxfam (2020), se encuentra valorizado en 10.8 trillones de dólares por año, lo que equivale a tres veces más de lo estimado para todo el sector de tecnología del mundo.
En el caso de Chile, sólo ha existido una instancia de medición del trabajo no remunerado a nivel nacional por medio de la Encuesta Nacional de Uso del Tiempo (ENUT, 2015), que por cierto, es representativa sólo a nivel urbano, y que considera al trabajo no remunerado como las actividades de trabajo doméstico, de cuidados y de apoyo a otros hogares, la comunidad y trabajo voluntario (INE, 2016). De acuerdo a los resultados de dicha encuesta, las mujeres destinan en promedio 3 horas más que los hombres al conjunto de todas las actividades de trabajo no remunerado, en este sentido, considerando el total de horas trabajadas en un día de semana (tanto en labores remuneradas como no remuneradas), las mujeres superan a los hombres en aproximadamente un 17% (Moreno, 2018).
La carga de trabajo total de acuerdo al estudio de ComunidadMujer (2019), sumando el trabajo remunerado alcanzaba las 11.5 horas diarias, en desmedro de los hombres que alcanzan las 9.8 horas diarias. Si a ello sumamos los tiempos de desplazamiento, en las cuales las mujeres utilizan mayoritariamente el transporte público y caminatas, la diferencia se hace cada vez mayor, más aún en las periferias del área metropolitana de Santiago, y en otros territorios, como sucede en el área metropolitana de Valparaíso.
El trabajo de cuidar es realizado entre un 82% y un 92% por mujeres; y las condiciones en las que se desarrolla este trabajo afectan a la vida de la cuidadora por diferentes razones (García-Calvente, 1999). Éste también es muchas veces asumido de manera desproporcionada por mujeres y niñas en situación de pobreza, especialmente por aquellas que pertenecen a grupos que sufren prejuicios debido a su raza, etnia, nacionalidad, sexualidad y casta (Oxfam, 2020:10).
Según los cálculos de Oxfam (2020), a nivel mundial el trabajo no remunerado de las mujeres ha ido agregando al menos US $ 10.8 trillones por año en valor para la economía, tres veces más de lo estimado para el sector tecnológico. Sin embargo, aunque es muy alta, esta cifra puede subestimarse, debido a la falta de disponibilidad de datos. Esto debido a que el cálculo se hace sobre la base del salario mínimo, no de un salario justo, y no se consideró el valor más amplio para la sociedad laboral de cuidados y su papel en la economía. Si fuera posible estimar la cifra efectiva de este apoyo, el valor total del trabajo de cuidado no remunerado sería aún mayor. Lo que se puede ver claramente es que este trabajo no remunerado está alimentando un sistema económico sexista, que toma recursos de muchos y los pone en los bolsillos de unos pocos (Oxfam, 2020:9).
Una economía feminista
El avance vertiginoso del COVID-19 en el mundo y en nuestro país, bajo un modelo de desarrollo económico que ya sabemos precariza la vida e individualiza las decisiones a nivel privado por sobre el bien comunitario – público, nos vuelca de nuevo a la reproducción de la vida y producción capitalista. Poniendo la atención en las formas en que se sostiene el paradigma económico liberal, como un modelo que excluye deliberadamente variables fundamentales, por ejemplo, que el “homus economicus” nace y necesita que alguien le cuide hasta que esté en condiciones de trabajar. Omite también, que pasada su edad activa, necesitará de igual modo a alguien que le cuide en los últimos años de su ciclo vital.
Las economías feministas han puesto hace años el debate sobre una economía más humana, contra la mercantilización de la vida. Para ello plantea una economía que considere la justicia de género y que incluya en su conteo el papel del trabajo de cuidados no remunerado.
Las mujeres son el sector más explotado de la fuerza de trabajo y las más afectadas por la precarización, ganando menos que los hombres por la misma labor. Un ejemplo de aquello, es que según las cifras tomadas del informe de Oxfam (2020:5), los 22 hombres más ricos del mundo concentran más riquezas que todas las mujeres que viven en África. Además, de los 67 millones de trabajadores domésticos del mundo, el 80% son mujeres (Oxfam, 2020:12). Este fenómeno desproporcionado no sólo se debe a la brecha salarial que existe entre hombres y mujeres, sino que también se debe a los roles representativos del género, el ciclo vital, las condiciones territoriales y las relaciones Norte – Sur que instala el sistema capitalista.
La diferencia de ingresos entre hombres y mujeres crece a la altura de la edad reproductiva de las mujeres, donde también inciden las condiciones territoriales, un ejemplo de lo anterior es que de acuerdo con Oxfam (2020) las niñas que viven en comunidades rurales y países de bajos ingresos, dedican hasta 14 horas por día al trabajo de cuidado no remunerado, cinco veces más que el tiempo que los hombres de las mismas comunidades dedican a este tipo de trabajo (Oxfam, 2020:11).
De acuerdo a lo anterior, la feminización del cuidado per sé, el trabajo de cuidadoras, y la feminización de la migración para surtir las cadenas globales de cuidado en crisis en las última tres décadas, a partir de la incorporación de las mujeres como una nueva fuerza de trabajo en los regímenes de producción global (Sassen, 2003; Mora, 2008), sustentan hoy en día la producción y circulación global del capital. Esto ha llevado a generar y fortalecer los discursos y constructos sociales respecto a que ciertas características, incluso étnicas, en mujeres, en particular de mujeres inmigrantes, podrían acomodarse en mayor medida a desempeñar las tareas de cuidado (Staab & Maher 2008; Stefoni & Fernández 2013; Correa & Vidal, 2013).
La globalización produce una dinámica donde las mujeres tienen un rol crítico, posible de leer desde el impacto en las relaciones de género en los territorios de origen como destino. La conceptualización en torno a cadenas de cuidado recoge en parte esta situación. En el contexto global, la participación laboral femenina ha generado una modificación en el modelo moderno de los cuidados (Acosta, 2010; 2013) lo que ha disminuido la oferta de cuidadores, a la vez que ha aumentado la demanda de cuidados. En este ámbito, el mercado del trabajo se configura segmentado por género, lo que condiciona el desempeño de la mano de obra femenina a actividades catalogadas como “de mujeres”, siendo además éstas de menor remuneración y mayor precariedad laboral.
El doble rol de la mujer en tareas del ámbito reproductivo doméstico y productivo público, genera un espacio en el cual las tareas de cuidado se resuelven recurriendo a otras mujeres, en vez de la incorporación del hombre al ámbito privado reproductivo. Análisis críticos plantean que este espacio reproductivo privado “ha recaído en gran parte en la mano de obra femenina inmigrada y la entrada selectiva de inmigrantes ha reflejado la necesidad de cubrir esa demanda. (Colectivo IOE, 1999ª p.102, como se cita en, Moreno Balaguer, 2012, p.159).
Las políticas neoliberales detonan la creciente “feminización de la pobreza” (Gregorio, 2017), nos referimos a que las mujeres que logran insertarse en el mercado laboral, lo hacen en condiciones precarias, sin contrato, sin previsión social, etc. Junto a la precarización de la mano de obra, los recortes en servicios públicos y salud provenientes de la disminución del Estado de Bienestar, provocan incrementan la demanda de trabajo doméstico y de cuidado. La demanda se surte con mujeres migrantes, diferenciadas por clase, etnia y nacionalidad, las que a su vez dejan a otras mujeres a cargo de los cuidados de sus dependientes. Mientras articulan estrategias para establecer ciclos de trabajo remunerado internacional y regreso a sus países de origen, para retomar las tareas de cuidado.
El poder político y económico mundial beneficia más a los hombres que a las mujeres
De acuerdo con el informe “Tiempo de cuidar”, los hombres poseen un 50% más de riqueza que las mujeres. También ocupan más puestos de poder político y económico: solo el 18% de todos los ministros y el 24% de todos los parlamentarios del mundo son mujeres y se estima que ocupan solo el 34% de todos los puestos de liderazgo en los países que tienen datos disponibles (Oxfam, 2020:8).
En Chile, la proporción de mujeres que ocupa puesto en el parlamento alcanza solo el 22% (CEPAL, 2019), y si bien, la votación por la paridad obtenida el pasado 4 de marzo para la conformación de una nueva Constitución, a través de una Convención Constitucional, reconoce el arduo trabajo de las mujeres ligadas a la política y nos llena de esperanza, sabemos que el camino que tendrán que sortear las mujeres que nos representarán será cuesta arriba.
La subrepresentación política es simil a la subvaloración del trabajo de las mujeres en la economía de mercado, proporcionando mano de obra más barata y/o gratuita, y también a su contribución en la ejecución de tareas que bajo un enfoque de derechos deberían depender del Estado, brindando la atención de salud y cuidados que debería ofrecer el sector público.
De esta manera, la construcción de roles productivos y reproductivos que separan al hombre de la mujer de acuerdo a “cualidades propias de cada género” (Segovia, 2007), devienen en una diferenciación tanto física del trabajo, en tanto espacios de acción (público y privado) como en cuanto a cuerpos (donde la mujer es castigada por su cuerpo, por su menstruación, por la posibilidad de quedar embarazada), como también mental -emocional (que lloramos muy seguido, que somos sensibles, comprensivas, maternales, etc.), que terminan limitando los espacios de participación en el ámbito de lo público, tanto laboral como político, de las mujeres. La asignación de ciertas “cualidades femeninas” continúa siendo una barrera difícil de sortear, que que aún encuentra asidero en un segmento alto de la población, incluso quienes podrían estar leyendo esta columna. Por eso queremos dejar en claro que estos roles han sido impuestos desde el ideario materno y marianista que señalamos anteriormente. La construcción de lo femenino y masculino está totalmente imbricada, y su deconstrucción requiere del compromiso de todes.
¿Cuál es el panorama hoy en nuestro país?
De acuerdo con el estudio de ComunidadMujer (2019) sobre el peso en la economía que tiene el trabajo doméstico y de cuidado no remunerado, tanto en el uso del tiempo como a nivel económico, se indica que “del total de horas de trabajo productivo, la mayor proporción corresponde al trabajo doméstico y de cuidado no remunerado (53%) que, a diferencia de las otras actividades, es desarrollado mayoritariamente por mujeres (71,7%)” (2019:12). De esta manera, “el trabajo doméstico y de cuidado no remunerado equivalía al 22% del PIB Ampliado, lo que supera la contribución de todas las otras ramas de actividad económica” (2019:13).
El reciente estudio de la Fundación Sol en marzo del presente año, señala que en Chile del total de personas dedicadas al trabajo doméstico, un 97,6% son mujeres, además del total de personas inactivas por tener que realizar quehaceres del hogar, la cifra alcanza nuevamente un 96,6% de mujeres, contra el 3,4% de los hombres. A ello agregamos el número no menor de mujeres que hacen trabajo doméstico remunerado, las que pese a la legislación vigente, no cuentan con contrato laboral ni prestaciones sociales, dependiendo su ingreso de su posibilidad de ir a trabajar diariamente.
Por otro lado, al analizar la participación en las actividades de trabajo no remunerado por edad en día de semana, se observa que el tramo de edad que cuenta con mayor participación son los adultos (as) mayores, con una tasa de participación del 93%. En todos los tramos de edad las mujeres tienen una tasa de participación más alta que los hombres, además, destinan una mayor cantidad de horas a las actividades de trabajo no remunerado (INE, 2016). Asimismo, el 72% de los cuidadores de adultos (as) mayores con dependencia funcional, es decir, que no pueden realizar actividades básicas por cuenta propia y, que son parte del hogar, son mujeres (MIDESO, 2017). Se evidencia entonces, que las personas mayores juegan un rol fundamental en el cuidado de familiares (entre ellos personas mayores), y esta labor es asumida principalmente por las mujeres.
Considerando lo anterior y en el contexto de pandemia, la cual afecta principalmente a las personas mayores de nuestro país, es importante considerar que no sólo estarán expuestos por su edad y/o enfermedades crónicas, si no que serán justamente las mujeres las que deberán cuidar y a la vez ser cuidadas. Esto se agrava si consideramos que en el año 2017 el 35,5% de las personas mayores trabajaba, siendo el grupo de edad con la tasa más alta de ocupación informal, exponiéndose a la precarización laboral.
Todas estas mujeres, quienes dedican horas día al trabajo de cuidados remunerado y no remunerado, son quienes están más vulnerables frente al contagio de esta pandemia, porque son el 70% de las trabajadoras de la salud, mayoritariamente en puestos de enfermería (ComunidadMujer, 2019) y porque son quienes han sostenido históricamente las tareas del cuidado en los hogares. Andrea Sato, señala que las mujeres en una semana tipo dedican en promedio 41.25 horas a labores no remuneradas v/s 19.17 de los hombres (El Mostrador Braga, 2020).
En los mapas que ya compartimos por redes, y que ahora se encuentran en el encabezado de esta columna, se identifica el “predominio creciente de las mujeres entre la población más vulnerable” (Cámara de Diputados, 2011), como es el caso de las jefas de hogares monoparentales, lo que hace aún más difícil cuando dichas mujeres son migrantes por falta de políticas sociales como la precariedad habitacional, laboral, entre otros factores. Ello nos habla de una fuerte “división sexual del trabajo” que tiene una expresión clara en los territorios.
De acuerdo con Valdivia (2018), es la configuración espacial la que reproduce la dicotomía público-privado y la división sexual del trabajo, mientras que el espacio fomenta ese dualismo en el que la ciudad moderna se sustenta (lo productivo es prioridad, invisibilizando la esfera reproductiva). Aquí es donde considerar el concepto de “ciudad cuidadora” podría surgir como otra opción para mitigar estas fuertes diferencias entre la importancia que se le da al trabajo reproductivo, v/s el productivo. Para la autora, continuar pensando los espacios desde esa dicotomía invisibiliza la contribución de las mujeres en la actividad económica, política y cultural, así como su participación en el espacio y la esfera pública.
Considerando lo anterior, es necesario plantearse también de qué manera la asignación de las actividades reproductivas al espacio doméstico ha llevado a la exclusión de las mujeres de otros planos, como el territorio y la ciudad en sí misma. Porque, sumado a las otras formas en que se les ha negado un espacio de reconocimiento y apoyo, se han visto excluidas de la vida en ciudad. Una ciudad que por lo demás, no está pensada para satisfacer los cuidados, lo que incide negativamente en la calidad de vida y en la vida cotidiana de las personas cuidadoras (que son en su mayoría mujeres). En este sentido, se torna fundamental establecer un cambio de paradigma que también permita una sociedad más justa, equitativa y cuidadora, con un enfoque feminista. Así, se dará espacio a la sostenibilidad de la vida, en el centro de las decisiones urbanas y de políticas públicas.
Finalmente, y en virtud de lo anterior, creemos en la urgente necesidad de valorar económicamente y retribuir de la misma manera los trabajos de cuidado, y sobre todo valorar humanamente los cuidados y la afectividad como resistencias al modelo económico que fomenta la individualización por sobre lo comunitario. Así también comprometernos todes, mujeres, hombres y disidencias en deconstruir los roles de cuidado y sostener la vida por sobre el capital.
Referencias
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